domingo, 16 de enero de 2011

MONOLOGO DE UN GATO ESTRESADO O LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE AKIRA MONDORI

A Diana Marcela Britto Tejeda

Yo a veces estoy sentado por el patio y me da hambre. Entonces atravieso la sala por donde están las materas. Lo que más me gusta a mi es rascarme la espalda contra las azaleas, eso a Mamagata le saca la rabia, a veces dice este gato hijueputa y sale corriendo, escoba en mano, y ¡zas! me manda el manazo y yo salgo volando a esconderme en la pieza de Alexander y ahí me paro a mirar hasta que ella coge la escoba y se va a ver sus telenovelas mientras hace el almuerzo. De ahí parto por el rinconcito donde a menudo me encuentro cucarachas muertas y zancudos estripados, pelusas, motas de polvo, arañas de poca suerte y moscas sin suerte alguna. Aprovecho cuando Alexander está parado junto a las estanterías y le roso las piernas, me le acuesto en los zapatos o le pego con la cola en las pantorrillas. Él me mira, pero me ignora, esto se ha vuelto costumbre. Yo desesperado me alzo en las patas traseras le agarro las rodillas y maullo suavecito. En ese momento el voltea a mirar, la cabeza crespa se le mueve. Me acaricia, me dice mi amor tiene hambre oílo como maulla. Empieza la terrible humillación, me hace rogar, me dice, a ver si quiere tiene que pedir mijo ¿usted cree que esta comida es gratis? Después llama a Mamagata: vení, mirá mamá como ruega, vení miralo como se para en dos patas y ruega aajajajajajaaa. Coge la bolsa azul, acerca los pescaditos de croqueta y los huesecillos de pájaro gordo a mi nariz fría. Me levanto en un esfuerzo antinatural, le mando las uñas y el maldito la alza de nuevo, la quita. Cuando ya se cansa de andar jodiendo suelta un puñado y yo me lanzo al ataque contra el plato vacío que empezará a llenarse enseguida. Es que qué piensan, ¿que la vida de ser gato fácil? Que es dormir como vieja roñosa todo el día y comer a toda hora. Muchas veces le he escuchado decir al crespo de mierda este ¡ah! tan vacano ser gato para estar echado todo el día. Pendejo. Cómo si fuera muy bueno que a uno lo estén mimando a toda hora, agarrándole la barriga, jalándole las orejas, manoseándole las guevas con los dedos de los pies, diciéndole mi amor y sacudiéndolo como si uno fuera un trapo en la lavadora. Yo no sé, es terrible esta vida. Claro que yo también soy muy celoso. Ahora que Alexander es tío no me presta tanta atención. Las veces que llega su cuñada con el nieto de Mamagata, todo el mundo en esta casa corre a ver al niñito. Me dejan acá tirado, me ignoran, no comprenden mi hambre, no respetan mis hábitos alimenticios. Espero y espero, pero nada, siguen ahí alrededor de la cama. Yo entro suavecito por un lado de la puerta, miro la hilera de piernas que se alzan hacia un mismo punto, reconozco las de Alexander y voy a morderlo, a arañarlo. Antes de voltear a mirarme el bebé llora y yo lo maldigo, me sacan a patadas. Ni siquiera se dan cuenta que el televisor sigue prendido. En las noticias no hacen sino mostrar agua y muertos, a veces me da la sensación de que la pantalla se va a romper y la casa se va a inundar y se va a llenar de muertos. Pero antes de que eso ocurra moriré de hambre. Lo peor viene cuando salen del cuarto, se aplastan a ver realities de televisión, y se ponen a comentar las vidas de los idiotas que han vendido su intimidad al servicio de la gran audiencia. El teatro de la vida, el gran patetismo. En algún momento se me caerán los dientes por ausencia de calcio, y ellos seguirán allí como los zombis de las películas que Camilo ve por las noches a escondidas, otras veces no son zombis sino viejas en pelota y ahí si que lo perdimos. La semana pasada Papá y Mamagata salieron a bailar porque ella cumplió cincuenta y tres años. Fue extraño, yo nunca me había quedado solo en la casa. Estuve mirando la delgada línea de luz amarilla que entraba por debajo de la puerta siguiendo el trayecto de sus zapatos. Por ahí pasaron muchos zapatos, nuevos, viejos, rotos, vi como unos zapatos iban hacia el semáforo de la siguiente cuadra y sonó un disparo y los zapatos se voltiaron y quedaron mirando hacia arriba como buscando el cielo. Luego alguien arrastró las piernas a los que estaban sujetos varios metros y quedaron ahí media hora hasta que unas manos arrugadas los arrancaron de los pies y se los llevaron. Llegó una bandeja metálica y varias botas negras. Y las piernas de todos los vecinos de la cuadra rodeaban la bandeja, las de doña Rosa que son varicosas y las de Claudia que parece que se le fueran a reventar de lo patona que está. Las muletas de don Eduardo al que le mocharon una en una pelea, y las de Julio que todos los días cambian de zapatos. A las piernas tiradas en el suelo las lanzaron a la bandeja como si fuera un gran pescado de esos de la televisión que aparecen en National Geographic. Papá y Mamagata volvieron a eso de las tres de la mañana, a esa hora ya no había nadie, llegaron como si no hubiera pasado nada. Prendieron la luz y yo los estaba esperando en la cocina, andaban borrachos y no les importó mi presencia. Se fueron a dormir. Me dio sueño y entré al cuarto de Alexander, quería dormir en su cama de madera, pero apenas le rocé el pie izquierdo se levantó dando alaridos y me sacó de un manotón. A mí lo que me gustaría sería aprender artes marciales y como todo japonés que se respete saber Takewondo o Jiu Jitsu y patearle el culo a Alexander para que me coja respeto y descubra la importancia de lo que es llamarse Akira, que ese es mi nombre, Akira Mondori y revestir sus letras de espanto, de labor inquisitorial como cuando la gente escuchaba Atila o Sangre Negra, como esos programas de History Channel donde las personas le tenían más miedo a la iglesia que a la sífilis y quemaban brujas por montones. Que me tuvieran miedo en esta casa como si yo fuera un cura matabrujas. Ahí si Alexander bajaría la comida a mi menor movimiento.